21 de
diciembre de 1511, el Sermón de Montesinos.
El 21 de
diciembre de 1511, el cuarto domingo de Adviento, subía al púlpito de la
iglesia de los dominicos en La Española (Santo Domingo) fray Antón Montesino
para pronunciar un memorable sermón, que se convertiría en una de las primeras
y más radicales denuncias de los abusos de la conquista española en Abya-Yala y
en un antecedente del pensamiento latinoamericano liberador.
Ha llegado
hasta nosotros gracias a la profética e incisiva pluma de fray Bartolomé de Las
Casas, que recoge lo sustancial de la prédica y las reacciones a la misma en el
tercer libro de su Historia de las Indias (tomo II, M. Aguilar Editor, Madrid,
s/f, páginas 385-395).
El sermón
fue preparado por todos los miembros de la comunidad de Santo Domingo, quienes
lo firmaron de su puño y letra para dejar constancia de la autoría colectiva y
de la relevancia de tan decisiva pieza oratoria. Los dominicos lo habían
preparado a conciencia a partir de sus propias averiguaciones sobre el
"crudelísimo y aspérrimo cautiverio" al que los encomenderos
españoles sometían a los indios en las minas de oro y otras granjerías, y tras
escuchar numerosos testimonios sobre la "tiránica injusticia" y las
"execrables crueldades" contra los nativos, tratados como animales
"sin compasión ni blandura", y "sin piedad ni
misericordia", según la descripción de Las Casas.
Tras tan
concienzudo análisis de la realidad acordaron denunciar desde el púlpito el
régimen de la encomienda por considerarlo contrario "a la ley divina,
natural y humana".
El vicario
Pedro de Córdoba encargó pronunciar el sermón a fray Antón Montesino, uno de
los primeros dominicos en llegar a la isla, afamado predicador, hombre de
letras, muy animoso, "aspérrimo en reprender vicios", "muy
colérico en sus palabras" y "eficacísimo en sus frutos". El
templo estaba a rebosar. Ocupaban los primeros puestos las principales
autoridades coloniales, entre ellas el almirante Diego de Colón, hijo del
conquistador. También estaba presente el clérigo Bartolomé de Las Casas, en su
calidad de encomendero.
Ante un
público tan cualificado, el predicador no tuvo pelos en la lengua y habló de
esta guisa:
"Voz
del que clama en el desierto. Todos estáis en pecado mortal y en él vivís y
morís, por la crueldad y tiranía que usáis con estas inocentes gentes. Decid,
¿con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre
aquestos indios? ¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables guerras a
estas gentes que estaban en sus tierras mansas y pacíficas, donde tan infinitas
dellas, con muertes y estragos nunca oídos, habéis consumido? ¿Cómo los tenéis
tan opresos y fatigados, sin dalles de comer ni curallos en sus enfermedades,
que de los excesivos trabajos que les dais incurren y se os mueren, y por mejor
decir los matáis, por sacar y adquirir oro cada día? ¿Y qué cuidado tenéis de
quien los doctrine y conozcan a su Dios y creador, sean baptizados, oigan misa,
guarden las fiestas y domingos? ¿Estos, no son hombres? ¿No tienen ánimas
racionales? ¿No sois obligados a amallos como a vosotros mismos? ¿Esto no
entendéis, esto no sentís? ¿Cómo estáis en tanta profundidad, de sueño tan
letárgico, dormidos? Tened por cierto, que en el estado que estáis, no os
podéis más salvar, que los moros o turcos que carecen y no quieren la fe en
Jesucristo".
Terminada
la misa, Diego de Colón y los oficiales reales se dirigieron al convento de los
dominicos para reprender al predicador por el escándalo sembrado en la ciudad,
acusarlo de "deservicio" al Rey y exigirle que se retractase en
público el domingo siguiente. Siete días después, fray Antón Montesino volvió a
subir al púlpito y, lejos de desdecirse, se ratificó en las denuncias y afirmó
que los encomenderos no podían salvarse si no dejaban libres a los indios y que
irían todos al infierno si persistían en su actitud explotadora. El sermón provocó
todavía mayor alboroto que el del domingo anterior, y los oficiales reales
enviaron al rey cartas de protesta contra los frailes.
Fray Antón
Montesino fue enviado a España para dar cuenta y razón de su sermón al rey.
Tras muchos impedimentos, logró entrevistarse con el anciano monarca, a quien
expuso un largo memorial de los agravios de los conquistadores contra los
indios: hacer la guerra a gente pacífica y mansa, entrar en sus casas y tomar a
sus mujeres, hijas, hijos y haciendas, cortarles por medio, hacer apuestas
sobre quién les cortaba la cabeza de un tajo, quemarlos vivos, imponerles
trabajos forzados en las minas, etcétera.
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