José Martí llega a Montecristi el 9 de septiembre de 1892
El 31 de agosto sale de Nueva York rumbo a las
Antillas. Pasando por Fort Liberté y Dajabón, llega a Montecristi el día 9 de
septiembre, y se queda en la casa de huéspedes de Catalina Ramos.
Mandan aviso de su llegada a Máximo Gómez, que está en La Reforma.
El día 11 sale con Panchito hacia la finca adonde
llegan al anochecer.
Martí, tiempo después, lo describirá así: “Iba la noche cayendo del cielo argentino, de aquel cielo de Santo Domingo que parece más alto que otro alguno, acaso porque los hombres han cumplido tres veces bajo él su juramento de ser gusanos o libres, cuando un cubano caminante, sin más compañía que su corazón y el mozo que le contaba amores y guerras, descalzaba el portillo del cercado de trenza de una finca hermosa, y con el caballo del cabestro, como quien no tiene derecho a andar montado en tierra mayor, se entró lentamente, con nueva dignidad en el épico gozo, por la vereda que seguía hasta la vivienda oscura: da el misterio del campo y de la noche toda su luz y fuerza natural a las grandezas que achica o desluce, en el dentelleo de la vida populosa, la complicidad o tentación del hombre. Se abrieron a la vez la puerta y los brazos del viejo general: en el alma sentía sus ojos, escudriñadores y tiernos, el recién llegado; y el viejo volvió a abrazar en largo silencio al caminante, que iba a verlo de muy lejos, y a decirle la demanda y cariño de su pueblo infeliz, y a mostrar a la gente canija cómo era imposible que hubiera fatal pelea entre el heroísmo y la libertad.”
Tres noches y dos días duraron aquellas conversaciones
donde la identidad de propósitos consagró de una vez y para siempre esa
amistad.
Luego vendría, ya en Santiago de los Caballeros el día
13, la carta donde le pide formalmente a Gómez que ocupe el cargo principal de
la organización militar de la guerra, con expresión que ha pasado a la
historia: “Yo ofrezco a usted, sin temor de negativas, este nuevo trabajo, hoy
que no tengo más remuneración que brindarle que el placer del sacrificio y la
ingratitud probable de los hombres.” Y deja fe de que lo que le pide es también
por sí mismo: “En cuanto a mí, (...) no tendré orgullo mayor que la compañía y
el consejo de un hombre que no se ha cansado de la noble desdicha, y se vio día
a día durante diez años enfrente de la muerte, por defender la redención del
hombre en la libertad de la patria”.
La respuesta no se hizo esperar: su vasta experiencia
militar estaría en función de la independencia de la Antillas Mayor. Más que en
la carta formal, su íntima impresión está en el apunte que escribió en el
Diario: “Martí viene a nombre de Cuba; anda predicando los dolores de su
Patria; enseña sus cadenas, pide dinero para comprar armas y solicita
compañeros que le ayuden a libertarla, y como no hay un motivo, uno solo, por
qué dudar de la honradez política de Martí, yo, sin tener que hacer ningún
esfuerzo, ni tener que ahogar en mi corazón el menor sentimiento de queja
contra Martí, me sentí decididamente inclinado a ponerme a su lado y
acompañarlo en la gran empresa que acometía. Así es que Martí ha encontrado mis
brazos abiertos para él, y mi corazón, como siempre, dispuesto para Cuba.”
Sale el Apóstol con rumbo a Santo Domingo. Amaba a
esta ciudad desde que conoció la historia sublime que la envuelve.
Sus amigos dilectos, el poeta José Joaquín Pérez, por
quien había publicado en 1884 lo que será la esencia de su doctrina pedagógica:
“Maestros Ambulantes”, y Manuel de Jesús Galván, con su célebre novela
Enriquillo, se habían encargado en parte de enamorar de esta bella historia la
sensibilidad del poeta desterrado. Ambos, junto al más cercano en el afecto,
Federico Henríquez, están a la espera de la llegada del ilustre visitante cuyo
anuncio han hecho ya los principales periódicos.
El historiador Emilio Rodríguez Demorizi en su obra
Martí en Santo Domingo, narra exquisitamente este pasaje: “A la puerta de las
Mota, en la Sabana de Pontón, se asoman las curiosas doncellas a ver a aquel
extraño caminante de presencia tan distinguida y sombrero de yarey tan pobre. Y
no podían imaginar que, desde tiempos de Las Casas, no pasaba por allí un
hombre semejante.”
Llegó en la tarde del 18 de septiembre de 1892, y se
hospedó en la célebre Casa de San Pedro, en la calle Mercedes. Seguido fue a
casa de Don Federico Henríquez y a poco, juntos al Dr. Francisco Henríquez, se
fueron a visitar el Instituto de Señoritas que dirigía la Salomé Ureña, por
esos días recuperando su salud en Puerto Plata.
Recorre los principales sitios históricos de la ciudad
añeja. La deferencia con que fue recibido también por las autoridades del
gobierno de Lilís se muestra en la rápida autorización que el día 19 le cursa
el ministro de Interior y Policía al arzobispo Meriño para que le fueran
mostrados los restos de Colón.
Ante el comentario de uno de sus acompañantes sobre la
negativa de España a reconocer estos restos, la respuesta de Martí trasuntó un
dolor más hondo todavía: “Así es siempre España, negada a la evidencia”.
Esa noche tempestuosa la Sociedad de Amigos ofrece una
velada en su honor. Las emocionadas palabras de Federico Henríquez presentan el
invitado al auditorio que abarrota el local: “Éste que veis aquí, huésped de
amor de la Ciudad de Ozama, bienvenido i, sin duda, bienhallado (...) ¡Es José
Martí! (...) ¿Qué de emociones, caldeadas al sol de Quisqueya—que es el mismo
sol de Cuba—habrán templado las fibras de su corazón desde que sintió bajo su
planta de caballero andante de la dama de sus pensamientos, las palpitaciones
libertarias del suelo dominicano, en donde vive i canta la epopeya!” Y anuncia
a los presentes que “Vais a oír la divina palabra del sembrador, del apóstol,
anunciadora de la buena nueva i promisoria de la tierra redimida. Vais a oír su
palabra, verba magna, en la cual parece que hablan todas las voces proféticas i
evangélicas que en el mundo han sido.”
Tres veces habló Martí. La crónica del día siguiente
reseñaba que: “Se oyó un vago rumor de hondas y de alas y luego una cascada de
perlas y de flores y en seguida una lluvia de estrellas. Era la palabra
luminosa, la frase alada de José Martí, el orador poeta.” Francisco Henríquez
habló también, y Manuel de Jesús Galván. De este último quedaría una frase en
la memoria del Apóstol: “He aquí lo que ha faltado a la América hasta ahora: el
pensamiento a caballo.”
Llegó casi desconocido y en silencio a la ciudad
matriz del Nuevo Mundo, y se marchó entre atronadores aplausos y muestras de
cariño que lo acompañarían siempre. A la media noche, embarcó hacia Barahona en
el velero Lépido. Y en la tarde del siguiente día, casi un siglo después, lo
esperaba Juan Bosch para describir su llegada a aquella ciudad sureña en su
vibrante relato “El turco se llamaba...”
Texto: Carlos Rodríguez Almaguer, para Diario Libre
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